Los artistas son personalidades particulares. Pueden combinar una vanidad sin límites con una inseguridad casi dolorosa, pueden parecernos almas generosas y al mismo tiempo comportarse con niños caprichosos y egoístas. Su permanente falta de dinero los vuelve miserables aún cuando, a decir verdad, el dinero les importa un bledo y lo que verdaderamente buscan es un reconocimiento que casi nunca llega.
Adjudico este carácter desagradable al destino trágico de su tarea. Cada cosa que un artista publica, cada línea, cada nota, cada fragmento, queda congelada en el tiempo, sujeta al juicio de fiscales imaginarios. Antes de finalizar su obra, el poeta es atormentado por la eternidad, una lucha desigual en la que una forma estable se introduce sobre una naturaleza cambiante. Cada pieza artística es una batalla perdida contra el tiempo pero esa derrota la dota de belleza. Tal como dijo Borges citando a Carlyle, toda obra humana es deleznable pero su ejecución no lo es.
Muchas veces a lo largo de mi vida he tratado de crear arte y entiendo perfectamente esa angustia original, la exposición de lo íntimo frente el tiempo implacable. En multiples biografías busqué el modo en que otros han resuelto el dilema, y en este breve texto voy a usar una canción de Gorillaz para presentar la aproximación de Damon Albarn.
Humanz es el quinto álbum de estudio de Gorillaz, lanzado en abril de 2017 tras un período de inactividad que se extendió por 7 años. El disco me parece aún hoy bastante malo, acaso porque está poblado de sintetizadores y capas de sonido que le quitan aire a las canciones. We Got The Power me pareció particularmente pobre, un himno new age banal que parece producido por unos de esos DJs escandinavos que pertenecen a la basura de la historia. Todo esto es raro ya que Gorillaz me parece una gran banda y Damon Albarn el músico popular más importante de los últimos 35 años.
Varios años después encontré en You Tube una versión de We Got The Power interpretada en vivo en Paris durante el Lollapalooza 2018. Noel Gallagher aporta voces y unas guitarras inescuchables, Jehnny Beth vocifera algunas líneas y Little Simz ensaya un rap hacia el cierre. La canción me pareció fenomenal, acaso porque la línea de bajo del inicio la conecta con la tradición post punk británica de Joy División y porque, por esa misma razón, la letra ya no es una celebración banal sino un panfleto combativo que transforma el amor en un elemento de la lucha por el poder.
Lo que ocurrió entre esas dos versiones es una visión sobre la ética. Si uno reflexiona sobre la incesante producción de Damon Albarn puede descubrir que su forma de enfrentar el juicio del tiempo no es buscar la perfección sino hacer una y otra vez. Si cada obra es fallida por definición, entonces el valor está en el proceso. La obra de Albarn no se cierra, se transforma, se remixa, se reinterpreta, navega hacia lo desconcido como Ahab en el medio del vasto océano.
Es en esa dinámica incesante donde aparece la verdadera grandeza de Damon Albarn. Su respuesta al dilema trágico del arte no es el silencio ni la solemnidad sino la acción constante, la re escritura de la historia, incluso en el gesto de hacer música con su antiguo rival de la escena brit pop. Creo que en su ética hay algo profundamente liberador. Como dice la famosa línea de Álex Anwandter, fracasar requiere mucho esfuerzo.